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El hada Agnóstica

enero 16, 2006

Dedicado a Vanessa

Pasó tanto tiempo desde que los hombres abandonaron los bosques para sumergirse en los hollines de la civilización que algunas creencias decayeron. La creencia en las hadas, por ejemplo, fue una de las más abandonadas, incluso por las propias hadas, que también emigraron a las ciudades. Algunas olvidaron por completo su naturaleza, pero otras se quedaron en agnósticas.
“¿Me lo creo o no me lo creo?”, se preguntaba la protagonista de nuestro cuento. Y prefería quedarse en medio a tirar la fantasía por la borda o pasar por loca.
De pequeña se acostumbró a que la tomaran en serio y su magia se reflejaba en todos los espejos. Pero con el tiempo dejaron de animarla y pensó que su tiempo había pasado.
Sin embargo, a veces, sin saber por qué, la música de un violín anónimo le despertaba un enjambre de sensaciones; o una lluvia menuda y una ligera brisa vaciaban de golpe su mente y la fantasía se abría paso; o bien sentía como por azar un calor en el vientre que trepaba hasta sus pechos y los sonrojaba. El hada agnóstica se dejaba disfrutar de estas emociones, pero no las compartía con nadie. Prefería guardar silencio para mantenerse a salvo de los incrédulos (no hay nada más destructivo para un hada agnóstica que la incredulidad ajena).
Por eso permanecía en ese limbo, equilibrio de fuerzas, entre el ser o no ser mágica.
Durante un tiempo anduvo con los pies en el suelo. No estaba acostumbrada y los pies le dolieron. “¿Vuelo o no vuelo?”, decía cuando navegaba por los mares de las dudas.
Y lo cierto es que estuvo a punto de renegar de todo y quedarse en tierra.
Pero había noches en que los sueños llamaban con fuerza a su puerta y no podía evitar recuperar la fe en la magia. Era una fe repentina e incontrolable que la tomaba por los hombros y la elevaba. El calor recorría su cuerpo y el sudor se le antojaba una lluvia excitante de verano. A veces la vergüenza podía con ella y apretaba los muslos con fuerza. Pero otras veces se dejaba embriagar y bailaba desnuda ritmos africanos o gritaba su nombre en lo alto de una montaña, donde se inventaba un rito chamánico. Sólo las hadas saben lo que es estallar en luces y ver signos en todas las cosas. Sólo las hadas saben lo que es elevarse a reinos donde las imágenes se sienten y la música puede tocarse. Sólo ellas saben lo que es tener un séptimo sentido además del femenino.
Pero luego la música se desvanecía, el calor se disipaba y la lluvia se interrumpía. Toda sensación mágica se apagaba y se decía a sí misma: “La magia va y viene, pero a mí no quiere llevarme”. Entonces volvía a su postura agnóstica y salía del cuento por donde había entrado.
El hada agnóstica estaba harta de este sinvivir que era ser y no ser al mismo tiempo. Pero pasó otro invierno y cuando la primavera se presentó tuvo este sueño: Era una oruga corriente y moliente, que prefería no elevarse mucho del suelo. Llegaba el invierno y se fabricaba un nido y se encerraba en él. Se sumía en un profundo letargo y tenía otro sueño como el del hada agnóstica. Y la oruga de ese sueño hacía lo mismo y también soñaba consigo misma. Así sucesivamente. Al final, la última oruga en soñar soñaba que el capullo se abría y ella salía desplegando unas enormes alas de fe renovada. Y de pronto todas las orugas de todos los sueños se transformaban y abrían sus alas al mismo tiempo.
El hada se despertó sobresaltada. El agnosticismo se estaba abriendo.